EL SERMÓN DE LA MONTAÑA
PARTE II

"No juzguéis para que no seáis juzgados. Pues con el juicio con que juzguéis seréis juzgados". Más alto que nosotros hay un Juez que nos ha de pedir cuentas de nuestros juicios. Si el prójimo cae en una desgracia cuya víctima es él mismo: tengamos compasión de él, pero no fallemos acerca de sus pensamientos o acciones pues en el mismo instante en que le juzgamos, talvez le ha perdonado Dios movido por su arrepentimiento. Interpretemos en el mejor sentido toda acción o palabra cuya intención nos parezca dudosa. Supongamos en el prójimo miras rectas y excusemos sus defectos, recordando los nuestros. La prudencia y la caridad nos dictan esta conducta, pues nuestros juicios son siempre temerarios al tratarse del prójimo, puesto que no nos es revelado el secreto de las conciencias, y también son injuriosos para con Dios, cuyos derechos usurpamos. Piensa qué juicio haría de ti Jesucristo, si en este instante murieses, y torna por regla de tus apreciaciones la que entonces querrías haber seguido.
¿Por qué ves la paja en el ojo de tu hermano y no ves la viga en el tuyo? Los censores más severos de la conducta del prójimo, son ordinariamente los más tolerantes con sus propios defectos; denota un secreto orgullo que se complace en elevarse a costa de la humillación de los demás. Examina, pesa antes de fallar en pro o en contra. Consulta interiormente a Nuestro Señor, antes de usar de su soberano derecho.
"Y así todo lo que queráis que los hombres hagan con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos." La práctica de este precepto está estrechamente ligada con la caridad en los pensamientos y en los juicios. Respeta tú la reputación del prójimo para que él honre la tuya. Excusa sus errores si no puedes disimularlos; si la intención es mala, piensa que cometió la falta sin reflexión. Busca alguna disculpa caritativa para defender a los que atacan en tu presencia. No tienes idea cuanto ama Nuestro Señor un alma indulgente y compasiva. La llave que abre tu corazón y tus manos a tu prójimo, te abre a ti el corazón de Jesucristo. ¡Qué te importa el resultado de las limosnas aquí abajo, si con ellas aseguras la recompensa eterna!
"Da al que te pidiera y al que te quiera pedir prestado no le vuelvas la espalda." Da de tus bienes, aun imponiéndote algún sacrificio, pero con mucha más razón cuando sólo se trata de hacer un favor, de dar algún paso, no rehúses el hacerlo aún cuando tengas verdadera imposibilidad. No te canses nunca de ser accesible y pronto en servir. Haz el bien con inteligencia y discernimiento, pero emplea una prudencia moderada, sin temer demasiado el ser juguete de las solicitaciones del pobre. Nuestro señor ordena que lo socorramos, pero no nos manda que examinemos si nos engaña. Podemos ser engañados por el hombre que abusa de la caridad, pero ante Dios el mérito nunca lo perdemos. No rechaces al que a ti acude, pues la consecuencia más dolorosa de la pobreza es tener que darla a conocer.
"Que tu mano izquierda ignore lo que hace la derecha. No hagas ostentación de tus buenas obras." Evita, aún en la intimidad, las confidencias sobre este particular; la vanidad se infiltra fácilmente. Aparta el pensamiento del bien que practicas; no es nada comparado con el que a ti te hace Jesucristo. Cuando hayas dado a Dios y al prójimo una parte del día, di por la noche: Soy un siervo inútil. Haz siempre el bien sin límite alguno, sin preocuparte demasiado en lo que podrá ocurrir.
" Pero que tu limosna sea en oculto y tu Padre que ve lo oculto te premiará". Para cumplir este precepto de un modo agradable a Dios, considerada que todo cuanto tienes de Él lo has recibido. Que te haya dado poco o mucho, la obligación de la limosna es formal para todos. Todos no están en posición de dar dinero, pero la limosna espiritual todos pueden practicarla, siendo esta la más preciosa, la más necesaria, la que tiene más importantes resultados. Acompaña el don con un consejo, una palabra compasiva, que levante el alma del atribulado y le hagas entender que deseas hacerle dos beneficios, uno al alma y otro al cuerpo. Acostúmbrate tú y a tus hijos a privarse de algún capricho para dar limosna. Que el amor de Jesucristo, que viene tan a menudo a tu corazón por la comunión, rebose por tus labios.
"No andéis afanados por vuestra vida acerca de lo que comeréis, ni con qué vestiréis vuestro cuerpo". Desprecia de tal modo la tierra, que no te preocupes ni por las cosas necesarias para la vida, porque la inquietud de la mente en los negocios temporales es un gran obstáculo a la perfección. Jesucristo no nos prohíbe el que tengamos con que alimentarnos y vestirnos, pero prohíbe el inquietarse acerca de la delicadeza de los manjares o en suntuosidad de los vestidos, según dice San Juan Crisóstomo. Dios, que os ha colmado con profusión de bienes espirituales, no os dejará carecer de los que son menores. Jesús les habla a sus discípulos de los cuidados de la providencia para con todas las criaturas, queriéndolas persuadir que amando Dios más al hombre que a los animales, ha de tener de ellos mayor cuidado. Y tú ¿no depositarás toda solicitud en el corazón de Jesús, puesto que por medio de la comunión Él mismo vela por ti?. No os inquietéis, mirad las aves del cielo (es decir, los santos) no siembran, ni siegan, ni allegan las cosas terrenales, su espíritu y su corazón aspiran a los bienes eternos y ninguna cosa temporal impide a sus almas el volar hacia el cielo. Ten confianza, tu Padre Celestial sabe lo que necesitas. No temas tampoco en el orden espiritual, porque aunque en el exterior estuvieses sin guía y en el interior privado de luz, muy pronto te dará Dios su reino, destinado para los pequeñuelos e insignificantes que el mundo desprecia.. Para estas almas escogidas que miran a ellas, tiene Dios guardadas todas estas cosas. Despégate de inquietudes de todo género, así como del apego a la tierra y a tus naturales inclinaciones. Animo, y mira al cielo desde donde te llama tu amadísimo Padre.
"Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura". Haz cada día el bien que se presenta en el orden de las obligaciones, y para el porvenir pon toda tu confianza en Dios. ¿Podrás dudar de su bondad y designios misericordiosos para contigo al ver a Jesucristo darse a ti tan a menudo? No es la comunión una añadidura que justifica ya tu confianza. El que tiene a Jesús, todo lo tiene.... dice un Santo. Si Nuestro Señor no te falta en este mundo, tampoco te faltará en el otro. Y cuando en la sagrada mesa te arrojes en su corazón, no se apartará para dejarte caer. Para la hora de tu muerte, guarda las más dulces pruebas de su amor, entonces te reconocerá altamente como posesión suya, si en esta vida no te avergonzaste de llevar su cruz y de seguirle lo más cerca posible. Reconoce la inutilidad de toda reflexión que te inquiete acerca de los sucesos o personas. No tengas tampoco demasiada inquietud por tu vida, pues es otro género de tentación. Ruega a Nuestro Señor te libre de ella con una ciega entrega tuya en su bondad. Pide a la Virgen Santísima te obtenga esta resignación.
"Ninguno puede servir a dos señores: porque o aborrecerá a uno y amará al otro, o al uno sufrirá y al otro despreciará". Estos dos señores a los cuales no se puede servir al mismo tiempo son Dios y el demonio, el vicio y la virtud que mandan cosas opuestas. No puedes servir a Dios y al mundo, su servicio es demasiado opuesto. Renueva la donación entera de tu ser a Jesucristo, y que seas para siempre.
No podéis servir a Dios y al dinero, desearlo ansiosamente y gozarlo con egoísmo. En este sentido son un obstáculo para la salvación. ¿Qué puede haber más temible que dejar a Cristo para correr en pos de una fortuna que la muerte puede arrebatarte mañana? Las personas mundanas se imaginan que la felicidad de la vida consiste en poseer muchas riquezas, pero el Señor para desengañarnos lanzó esta terrible imprecación: “ ¡Ay de vosotros los ricos, porque tenéis ahora vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque luego gemiréis! Ser uno rico no es precisamente poseer grandes bienes, es estar apegados a ellos y querer disfrutar de ellos sólo para sí, o desearlos cuando Dios nos lo ha negado. Ten una firme esperanza del cielo en que se te prodigarán todos los bienes y no tendrás afán de amontonar los de este mundo. Ama la sencillez, conténtate con lo necesario a tu condición.
“No atesoréis para vosotros tesoros en la tierra, donde el moho y la polilla los consume; atesorad para vosotros tesoros en el cielo”. examina si es Jesucristo, o el mundo, o la fortuna, lo que ocupa más a menudo tu pensamiento, y sabrás cual es el tesoro de tu corazón. Alimentado con la Eucaristía. Que Jesucristo sea tu único tesoro como lo será necesariamente en el cielo.
“Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá”. Dios sabe lo que nos hace falta, pero quiere que se lo pidamos con toda humildad; por esto Nuestro Señor prescribe que cada cual se proponga un fin en la oración. Lo primero que debemos solicitar es la gracia divina, sin la cual ninguna de nuestras obras es meritoria para el cielo. ¿Buscas el reino de Jesucristo en tu alma, con la fe, esperanza, caridad, sumisión a su voluntad, paciencia en los trabajos y contrariedades de la vida? En la Iglesia, ¿buscas en el trono de su gracia a Jesús, que está atento a nuestros menores movimientos? Si tienes tanta dificultad en poder dominar las pasiones, quizás sea porque no buscando bastante a Nuestro Señor, no te concede su gracia más que con moderación. Persevera en la oración, y si por razones dignas de su sabiduría Dios tarda en escucharte, llama a su puerta de su corazón sin desanimarte por su silencio.
“Mas tú, cuando reces, entra en tu habitación, y cerrada la puerta, ora a tu Padre en secreto”. Necesidad del recogimiento. Cuando comiences tus ejercicios de piedad, cierra la puerta de tu imaginación y sentidos. Desahoga en secreto el corazón delante de Dios, hazle depositario de tus penas, deseos y temores. Las penas que derramamos en el Corazón de Jesús no salen de él para agobiarnos de nuevo. Este dulce Maestro te secará las lágrimas, fortalecerá tu valor para la hora del combate, del trabajo y de los sufrimientos. De esta manera el tiempo de la oración se convierte en un descanso en que se mueven nuestras fuerzas. Mira si es este el modo con que oras.
“Y cuando reces, no habléis mucho como los gentiles”. Habla poco con los labios a Nuestro Señor, no dividas los pensamientos, no los esparzas en una porción de objetos que se interponen como una nube entre Nuestro Señor y tu alma: de este modo se aturde uno y se distrae. Párate en un pensamiento importante, deja que te mueva el corazón y excite en él afectos y buenas resoluciones, que rogarás a Nuestro Señor se digne hacer eficaces. Desea a Jesús y vendrá. Abrale todas las potencias de tu alma y Él las llenará. Suspira porque llegue la hora de la Misa. Haz una entera donación de ti mismo a Jesús y cuando tengas la dicha de recibirle, ruégale que guarde entre sus manos tu corazón y todo tus intereses. Lo que confiamos a Jesús está bien asegurado.
“Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espacioso es el camino que conduce a la perdición y muchos son los que por ella entran”. Se entra fácilmente en el camino ancho de los placeres y de las pasiones desordenadas, y se sale de él con dificultad. Cuantas almas hay que ignoran por completo la existencia de este camino en que hay que humillarse para elevarse y mortificarse y morir para vivir. ¡Qué pocas son las que en él entran y muchas menos aún las que en él perseveran! No hay, sin embargo, otra forma para llegar a la vida eterna. Jesús nos dice con tristeza: “¡Qué angosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la vida y que pocos son los que atinan con él!” Nuestro Señor se duele de que los hombres sólo busquen el gozar en el mundo y olviden que se necesitan grandes esfuerzos para salvarse. ¿A donde vas tú? ¡al cielo por la cruz y la penitencia, o al infierno, por el orgullo, la sensualidad, el placer y el pecado! No debes desalentarte, pues por las innumerables gracias que te hace, como por ejemplo que ahora estés leyendo estas líneas, no puedes dudar de su ardiente deseo de llevarte en su seguimiento al cielo. Colócate abiertamente entre ese pequeño número de los que tienen valor para imitar a Jesucristo.
“Todo árbol que no lleve buen fruto será cortado y arrojado al fuego”. Examina si das buenos frutos: los del corazón son la oración, el reconocimiento, el amor y la obediencia para con Dios, la paciencia en las penas, la caridad para con el prójimo; los de las manos son: el trabajo, la penitencia, la limosna. Ten más paciencia y más constancia, y llegarás, siguiendo a Jesucristo, a esa puerta tan angosta, y tan baja que sólo los pequeñuelos, es decir, los humildes, pueden pasar por ella.
“No todo el que me dice: ¡Señor, Señor! Entrará en el reino de los cielos, sino sólo el que hace la voluntad de mi Padre". Jesús nos dice que oración sin obras es estéril; y que nuestras obras no serán recompensadas como no sean, no sólo buenas en sí mismas, sino conformes con la voluntad de Dios.
“Venid a mí los que padecéis trabajos y lleváis la carga de las penas, y yo os aliviaré “. Cuando uno está abrumado con un peso insostenible, ¿No le es grato librarse de él? Nuestro Señor conoce cuanto nos pesa la carga de nuestras innumerables miserias y desea aligerárnosla con tal que vengamos a exponérselas humildemente. Repasa, pues, con calma a sus pies, la multitud de miserias que hay en ti: miserias en la inteligencia, cegadas por la ignorancia y el amor propio, miserias en la imaginación, miserias en la memoria, ocupada en recuerdos que sería necesario borrar, miserias en la voluntad, rebelde a las inspiraciones divinas, miserias del tiempo pasado sin expirar, del tiempo presente sin corregir, del tiempo futuro que son de temer, miserias secretas, que un examen minucioso te daría a conocer y que la irreflexión y el amor propio te han tenido ocultas. Entra dentro de ti mismo y anonadado (disminuido) con tus males espirituales, humíllate por ellos, sacude la tibieza y deposita en el corazón de Jesús todos los tristes secretos de tu alma, de tu espíritu y corazón.
“Venid a mí vosotros todos los que estáis cargados y os aliviare” Nada hay más dulce para un corazón afligido que el hallar a un amigo lleno de ternura y de compasión. ¿Por qué tú, que ya has sufrido mucho, y sufres actualmente, y sufrirás más tarde, puesto que esta es nuestra condición, por qué te has de negar al consuelo de descubrir tus penas a Jesús, que es tu mejor amigo? Él tan sólo puede ayudarte. Además de que si lo piensas atentamente, verás que la mayor parte de tus sufrimientos proceden de tu interior, las personas tienen menos parte en tus penas que tú mismo, y hay que decirlo, nacen de tu mala voluntad para con Jesucristo. Esta consideración, lejos de atemorizarte, debe enternecerte y llenarte de confusión y arrepentimiento, al ver que en lugar de castigarte, Jesucristo te llama para consolarte, como si la vista de tus males le movieran más que tus ofensas y el cuidado de su gloria. Mira, pues qué grande es su amor y responde con presteza al divino llamamiento.
“Tomad mi yugo sobre vosotros” Jesús no cede a nadie el cuidado de descargarnos de nuestras miserias, pero reemplaza este peso insoportable a nuestra flaqueza con su yugo, suave para quien lo ama. En el día del bautismo recibiste este sagrado yugo y te obligaste con solemnes promesas a llevarle toda la vida. Pero entonces no eras capaz de ratificar esta promesa; por eso te dice hoy Jesús: “Toma mi yugo”. No te impone, quiere que vengas tú a tomarlo de sus divinas manos. Tú que sabes por experiencia todo lo que se puede soportar con la Sagrada Hostia en el corazón, toma lo que Jesús te ofrece: su cruz, sus clavos, su corazón, su cuerpo y su sangre, y verás con cuanta verdad añadió: “Mi yugo es suave y mi carga ligera”. Pide a Nuestro Señor inflame tu alma en el amor de los sublimes rigores de la cruz, porque no hay amor sin padecer.
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