REFLEXIONES SOBRE LOS PADECIMIENTOS DE
NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
(El Libro de la Vida, Jesucristo, por Santa Angela de Foligno)
Desde
aquél momento en que su alma fue infundida en su santísimo cuerpo, en las
virginales entrañas de la Santísima Virgen, hasta aquel último instante en
que muere en la Cruz, hay tres padecimientos que no lo abandonarán durante toda
su vida terrena:
1.
Una suma y perfectísima pobreza.
El haber querido no tener en este mundo, cosa alguna temporal, no poseer
campos, ni viñas, ni huertos, ni haber tenido poder alguno de ninguna clase; ni
poseer oro, ni plata, ni cobre. Nada tuvo propio; ni aceptó, ni quiso aceptar
cosa alguna de este mundo, sólo lo mínimo
para aliviar la extrema indigencia de su vida corporal, fatigada por el
hambre, la sed, el frío y el calor, cosas todas que le causaron mucha angustia,
y que recibió con gran austeridad.
Quiso nacer de una muy humilde y pobre Madre y
ser educado por su padre putativo San José, que era un pobre carpintero. Se
despojó del afecto y relaciones de los reyes, de los potentados, de los pontífices
y de los sabios; y del amor de sus amigos y parientes, hasta el punto, que no
hizo nunca cosa alguna, que pudiese
ser impedimento al deber que se había impuesto conforme a la voluntad de su
Padre Celestial.
2.
El voluntario desprecio de sí mismo.
Vivió como un siervo despreciable, queriendo sufrir siempre el desprecio, la
humillación y la vergüenza. Quiso ser tenido como un siervo encarnecido,
cargado de ofensas, atado, golpeado, azotado y por fin, sin haber dado para ello
ningún motivo, condenado a morir entre los ladrones en la más infame y
vergonzosa muerte, sin tener quien lo defendiese. Siendo niño, fue luego de
nacer perseguido, viéndose obligado a escapar a una tierra distante. Unos lo
llevaron a la cima de un monte, para precipitarle en un despeñadero; otros
cogieron piedras para tirárselas, levantando contra él las más atroces
calumnias y blasfemias, de los que conjuraban contra él. Por fin le prendieron
de un modo vil, llevándole a diversos jueces, tribunales y consejos, y allí
unos le escupían al rostro; otros le daban bofetadas, unos le coronaron de
espinas y doblando ante él la rodilla por mofa, le daban golpes en la cabeza;
unos le vendaban los ojos; otros le azotaban sedientos de sangre, le enseñaban,
como perros rabiosos sus dientes, pidiendo a gritos su condenación a muerte. Le condujeron al patíbulo
cargado con su cruz y abandonado hasta de sus propios discípulos. Clavado en
una cruz en medio de los ladrones, fue levantado en alto. A su vista estaban
echando suertes sobre su vestido; y mientras agoniza y pide de beber, le
presenta uno hiel y vinagre en lugar de agua, y otro después de haber expirado
ya, le traspasa con una lanza su costado.
3. El dolor permanente de Jesús.
En
el mismo momento en que aquella alma santísima fue unida al cuerpo humano y a
la divinidad, fue súbitamente colmada de una suma sabiduría, con ella supo,
consideró y comprendió universal y singularmente todas y cada una de las penas
que habría de sufrir. Pues, así como en la víspera de su muerte agonizó con
tanta tristeza que tuvo un sudor de sangre que corrió hasta la tierra, porque
preveía la crueldad de la pasión y muerte que iba a sufrir; así también el
alma de Cristo, previendo estos futuros tormentos, fue afectada de un sumo
dolor, aunque por entonces no sufriese el cuerpo lo que sufrió en la víspera
de su pasión. Sabía como sería muerto, cómo, cuándo y cuánto sería
afligido; y recordaba que para esto había venido al mundo. Por ello, cuando
reflexionaba cómo sería vendido, entregado, preso, negado, desamparado, atado,
abofeteado, escarnecido, herido, acusado, maldecido, blasfemado, azotado,
juzgado, reprobado, condenado, conducido a sufrir la espantosa muerte de cruz,
despojado, desnudado, muerto y traspasado con una lanza, se le despedazaba el
corazón, y no le dejaba ni un solo momento sin angustias. Sabía todos los
golpes de martillo, los muchos azotes, el derramamiento de su preciosa sangre y
las lágrimas que habría de verter y todas estas cosas no podían menos de
llenar su entendimiento y su corazón de un sumo y continuo dolor. Es decir,
toda la vida de Jesucristo estuvo unida a un enorme dolor y a una suma
tristeza y aflicción.
Jesús tuvo un dolor de piedad para con su Padre, porque amó y ama
infinitamente a su Padre, Señor de toda misericordia. Sabiendo Jesús que su
eterno Padre amaba inmensamente a los hombres, movido de piedad y misericordia
hacia ellos, él mismo se ofreció a venir al mundo para redimirle.
Hubo igualmente en Jesucristo un gran dolor de compasión hacia su Madre,
porque la amaba y ama más que
cualquier otra criatura y porque más que otra criatura sentía ella las penas
de su Hijo. Por esto la compadecía y lamentaba, viéndola afligida y
angustiada; y este mismo dolor afectaba a su santísimo Hijo.
Fue también inmenso en Jesucristo el dolor de la ofensa que crucificándole
hacían a su Padre: porque no han cometido los hombres, ni han de cometer pecado
mayor que el de crucificar y hacer morir al Hijo de Dios. Esta ofensa inmensa
debió de conmover inmensamente a Jesucristo; y le obligó a prorrumpir en
aquellas palabras: Pater, dimitte illis; non enim sciunt quid
faciunt.
Talvez por este delito hubiera condenado de nuevo el eterno Padre a todo el linaje humano, si
Jesucristo olvidándose en su agonía de todo otro dolor, no hubiese aplacado a
su divino Padre con aquella benigna súplica hecha con lágrimas y en alta voz.
Tuvo además, Jesucristo un gran dolor de compasión para con sus apóstoles
y discípulos. Apenados éstos y las santas mujeres que le habían seguido, al
verle padecer, y como Cristo los amaba tiernamente, experimentó un gran dolor
cuando vio dispersos y atribulados a sus discípulos.
Además de todos estos dolores, experimentó Jesús otro de
tal naturaleza, que este Dios - Hombre entregado y crucificado, fue herido con
cuatro diferentes espadas:
La primera fue la de la crueldad criminal de los
endurecidos y obstinados corazones que, llenos de odio contra Jesús, no omitían
diligencia alguna para hallar la más cruel y horrorosa manera de exterminar de
la tierra al Señor que había venido para salvarlos.
La segunda fue la maldad y la injusticia de aquella extrema ira y odio
que continuamente le tenían los que le crucificaron.
La tercera fue la malicia y la perfidia de las lenguas que contra él
clamaban. Todas las acusaciones, las murmuraciones, los consejos inicuos, las burlas
insultantes y groseras, las blasfemias, las maldiciones, los falsos
testimonios y la injusta sentencia fueron otros tantos dolores que sufrió su
alma moribunda.
La cuarta fue el cruelísimo acto de su pasión, llevado hasta su fin con
la mayor ferocidad. Todos los tirones de los cabellos, de la barba y de la
cabeza, todos los empujones, las cadenas, las bofetadas, las salivas y golpes
que le dieron, fueron otros tantos dolores de su pasión, especialmente cuando
le taladraron sus pies y manos con clavos, que eran ásperos y gruesos y
desiguales en toda su longitud, y cuadrados; resultando de esto que aquellos
pies y manos así taladrados, despedazados y destrozados con tan bárbaro
tormento, le causaron un dolor que no hay lengua
que lo pueda explicar. Pero esta crueldad fue aun mayor, al punto que debieron
estirarles pies y manos y todo su cuerpo, dislocándole y desconcertándole sus
huesos y nervios para que alcanzasen a los agujeros que habían hecho en el durísimo
tronco. Pero, esto no les bastó, sino que levantaron en alto la cruz, y lo
expusieron desnudo al frío, al viento y a la vista de la multitud. La gravedad
y peso de su cuerpo pendiente de sus manos y pies, hacia que la dureza de los
clavos fuese mejor sentida, y que la sangre de las heridas brotase sin
intermisión (sin detenerse),
para que de este modo fuese consumada toda la malicia y ferocidad de sus
asesinos.
Jesús, tanto para mostrarnos que no lo sufría por sí, sino
por nosotros y para que nos doliéramos y compadeciéramos de sus dolores y
tormentos, agobiado por el peso de su agonía exclamó:
Deus meus, Deus meus,
ut quid dereliquísti me ? No podía ser abandonado de Dios, siendo Dios él
mismo, pero manifestó que era también hombre cuando se declaró abandonado en
sus tormentos. Con aquel grito nos manifestó el agudísimo inefable dolor que
padecía entonces por nosotros, y nos convidó a que nos condoliéramos de él y
le compadeciéramos continuamente.
Parece increíble; y, sin embargo, en el acto mismo de la pasión, les daba Jesús ejemplo de paciencia, les enseñaba la verdad, y con llanto y clamor rogaba por ellos a su eterno Padre. En vez de tomarles en cuenta y castigarlos por su grandísimo pecado, y que merecía causar la ruina y destrucción de la especie humana, y aun del universo entero, recibieron mayores beneficios, pues con aquellos mismos dolores y penas que le hacían sufrir, satisfacía Jesús por todos nuestros dolores.
Entonces fue cuando redimió y abrió las puertas del Paraíso
a los que le crucificaban y a todos los hombres,
reconciliándoles con su eterno Padre:
y entonces fue cuando los colmó de gracias
y los volvió a la condición de hijos de Dios
por
aquellos mismos con que el mundo, se había hecho digno de la condenación, pues
con la muerte de Jesús acababa de cometer la criatura la más atroz injuria
contra su Creador. ¡Oh piedad! ¡Oh inmensa misericordia la del Señor! ¡Oh
piedad! ¡Oh benignidad infinita, que apenas puede imaginarse! Porque de donde
abundó la mayor de las iniquidades, de allí mismo sobreabundó una tal y tan
gracia, que verdaderamente no tiene fin.
"
El que quiere, dice San Buenaventura, adelantar siempre en virtud y gracia, debe
meditar siempre en la pasión del Señor
"San Agustín, nos dice, que una sola lágrima vertida en memoria de la pasión de Jesús aprovecha más que una peregrinación a Jerusalén y que un año de ayunos a pan y agua."
" Santo Tomás de Aquino en una visita a San Buenaventura, le preguntó ¿ De qué libros se había valido para consignar en sus obras tan bellos pensamientos? San Buenaventura le mostró la imagen de Jesús crucificado, todo gastado por los muchos besos que la había dado, diciéndole: Ved aquí el libro, del cual he sacado todo cuanto yo he escrito; éste es el que me ha enseñado lo poco que he aprendido"
Comprender la pasión de Jesús, a veces es muy difícil para los católicos, como que no logramos captar el sufrimiento de Jesús en toda su magnitud. Es cierto, participamos de la Semana Santa, muchas veces hemos asistido al Vía Crucis, hacemos ayunos en Viernes Santo, en fin muchos sacrificios, pero igual el sufrimiento real de Nuestro Señor no logramos comprenderlo bien: Murió por nosotros de una manera espantosa como nos ha relatado Santa Ángela. El hecho que ustedes se encuentren visitando esta página (la menos visitada de todas) es porque de alguna forma están siendo alcanzados por la pasión de Cristo y no cabe duda que hay una invitación directa de Nuestro Señor a compartir esos momentos con Él. Queremos invitarlos a leer del propio Jesús algunos acontecimientos de su dolorosa Pasión. Les pedimos que por favor ingresen en un momento en que se encuentren en paz y con la mayor devoción posible como se lo merece Nuestro Señor. Ingresar
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