EL DIA QUE MURIÓ CRISTO: 4 DE LA TARDE
Juan salió adonde se hallaban las mujeres y cogió las tiras de lino que habían empapado en los ungüentos. Estos eran dos: un extracto resinoso y otro de aloe, que tiene un fuerte olor a bálsamo (entre la mirra y el azafrán). Los hombres seguían callados, afanándose en su trabajo.
Uno ungía el cuerpo con aceite de bálsamo, extendiéndolo con la yema del pulgar; otro iba desgarrando en tiras el lienzo; un tercero iba envolviéndole con ellas las piernas y los brazos.
Luego envolvieron el cuerpo entero en una gran sábana y cortaron lo que sobraba, unos centímetros por debajo de los pies. Con este trozo hicieron unas pequeñas tiras. Con ellas ataron la sábana al cuerpo por el cuello, por la cintura y los tobillos. La parte superior del sudario cubría la cabeza, pero la tira que ataba el cuello permitía que cualquiera pudiera fácilmente apartar la parte del rostro para identificar el cadáver. Una semana o dos después del entierro se quitaba esta parte y el rostro quedaba a descubierto. La atadura de la cintura evitaba que los brazos se separasen y la de los tobillos tenían igual finalidad respecto a las piernas.
Cuando todo esto quedó concluido los tres hombres llevaron el cuerpo de Jesús al interior, agachándose mucho para pasar por el orificio de comunicación del sepulcro, allí, le dejaron en un especie de nicho a la derecha. El cuerpo quedaba dirigido hacia Jerusalén, y el nicho estaba tallado de tal forma que la cabeza quedaba ligeramente más alta que el resto del cuerpo.
Rápidamente compusieron el cuerpo de manera que pareciese estar descansando. El blanco sudario estaba sobre la cara. El olor de los ungüentos se hacía penetrante en aquel estrecho recinto. Juan salió para que entrasen las tres Marías. Al hacerlas entrar, les dijo que aquello había sido sólo una cosa hecha a toda prisa, que Jesús no había quedado bien ungido, pero que María Magdalena y María de Alfeo podían volver al día siguiente o el Domingo con más perfumes para rendir su homenaje al Señor. La pared principal del sepulcro era tan pequeña que los hombres tuvieron que salir para dejar entrar a las mujeres. La Virgen María fue la primera en ingresar inclinándose mucho. Su sombra con el largo velo se proyectó sobre el cuerpo de su hijo mientras lo contemplaba, admirándose de que ya no podía llorar más. Detrás de ella, las otras Marías, recordándole que él había dicho que aquello era lo que quería, pero sintiendo que aquello era un momento trágico para el hombre.
Quedaron allí unos pocos momentos y se inclinaron para salir. La Magdalena quería marchar inmediatamente para ir a comprar perfumes en la ciudad, pero Nicodemo le dijo que el Sábado estaba ya encima.
Juan volvió a entrar y fue apagando las pequeñas candelas. El cuerpo de Jesús se desvaneció en las sombras poco a poco. Al fin quedó fundido en la aterciopelada oscuridad.
Salió al exterior e intentó dar las gracias a José de Arimatea y a Nicodemo, pero no quisieron escucharle. Los tres hombres cogieron la piedra de la entrada y la apartaron aún más de la boca para poder quitar la piedra que la calzaba. Luego, lentamente, la dejaron que rodase por la curva muesca y cerrase totalmente la sepultura.
Nicodemo recogió los tarros de los perfumes, ahora vacíos y las tiras de lienzo que habían sobrado. Se quedó mirando fijamente el rostro de la madre de Jesús. Luego sin despedirse, se volvió y se marchó. José hizo una reverencia a las mujeres y le siguió. El joven Juan se quedó mirando impotente a la gruesa rueda de molino que cerraba la entrada, y dijo a María que ya era hora de que volviesen "a casa". María asintió levemente con la cabeza y trató de sonreír a su nuevo hijo. Él la tomo del brazo y su fueron caminando por el jardín de flores silvestres, a través de la roca, donde aún quedaban enhiestos los palos de las cruces, luego por la calzada hasta la puerta de la Ciudad Santa. Las otras mujeres, se quedaron allí unos instantes más.
Había sido un largo día. Muy largo
La pena entre los seguidores de Jesús sería tremenda, pero como un combustible volátil, se consumiría pronto en una propia ardiente llama. No lo iban a entender (por algún tiempo, no lo podían entender). A su modo de pensar, aquello era una trágica derrota. Y no lo era.
Era una victoria. Había venido a morir. Y había muerto. Había venido a predicar una nueva Alianza con el Padre, y la había predicado. Había venido para anunciar a los hombres que el camino para la vida eterna era el amor, el de los unos para lo otros, el de todos para él el de él para todos, y lo había probado dando su vida por todos en medio de un torrente de tormentos.
No había muerto sólo por los judíos o por los gentiles. Había muerto por el hombre. Por toda la humanidad.
Ahora dentro de su sepulcro, Jesús no estaba muerto totalmente. Si lo estuviera, todos los hombres lo estaríamos; todos nos arrastraríamos irremisiblemente hacia las tinieblas. Pero no es así. Tenía que entregar su propio cuerpo y dejar que sus funciones cesasen. En esta inmolación su alma sería glorificada y su cuerpo también, y también en esto señalaba el camino a los hombres.
Las dos Marías, que aún se encontraban allí, le amaban y en su amor no dejaban de ver su triunfo maravilloso, la nueva promesa, la buena nueva. Ni siquiera notaron que el sol estaba brillando de nuevo.
(Extracto libre "The Day Christ Died", Jim Bishop. Ediciones Hymsa, 1957)
ORACIÓN
Oh mi buen Jesús, que estás allí en el Santo Sepulcro;
por culpa de los pecados de todos nosotros.
En este momento de silencio y congoja,
hemos cerrado la pesada piedra
de tu humilde morada,
con la esperanza cierta de tu pronta resurrección.
Desde allí bajarás a los infiernos a liberar
a toda la humanidad
y resucitarás glorioso y triunfante
para gloria nuestra.
Amén.
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