EL CASO DEL SACERDOTE PECADOR SALVADO POR MARÍA

 

 

 

 

 


      
Introducción


    
Los males me cercaron de todas partes, y no había quien me ayudase. Me acordé de tu misericordia, Señor, porque libras a los que confían en tu socorro. {SccU. LI, 10, 11.)

 

    La Iglesia invoca a la Santísima Virgen bajo el título de Consoladora de los afligidos, porque ve continuamente a sus hijos experimentar los felices efectos de su misericordiosa asistencia. San Epifanio la supone «Llena de ojos», multoculam para manifestar que nos mira a todos a la vez con el fin de descubrir nuestras necesidades y proporcionarnos el consuelo.

 


    Y en efecto, esta buena Madre, se ocupa siempre en hacer sentir a todos los hombres los efectos de su tierna caridad; su compasión no exceptúa a ninguno, y basta que suframos para que María esté pronta a socorrernos. Ella derrama sobre nuestras llagas el bálsamo consolador y nos da el vino que fortalece nuestras almas, para soportar con resignación el peso de la Cruz que la divina Providencia quiso enviarnos, y en este sentido aplica San Buenaventura las palabras que Booz dirigió a Ruth: «Bendita seas, hija del Señor, porque los últimos actos de tu misericordia han sobrepujado a los primeros.»

 

 

   Con esta aplicación quiere el Santo hacernos comprender que si la compasión de María para los desgraciados fue grande mientras permaneció sobre la tierra, hoy que esta en el cielo es infinitamente mayor; desde allí conoce mejor nuestras miserias y puede consolarnos mejor; porque durante su vida no ocupaba más que un corto espacio ni veía otros males que los que la rodeaban, y hoy extiende su protectora mirada al universo entero, de que es Reina, acogiendo en su seno maternal a todos los desgraciados.

 

 

   Por esta razón ha sido comparada al sol; porque así como ningún hombre puede sustraerse a la luz de este astro brillante, todos los cristianos participan del benéfico influjo de la caridad de María. Su ardor en socorrer a los desgraciados es continuo, universal é inmenso, y estas tres circunstancias son las que explica San Buenaventura cuando la dice: «Tan agrande es, oh María, el cuidado que tenéis de los afligidos, que se puede creer que no tenéis otro deseo que aliviarlos ni otra ocupación que consolarlos.»

 

 

    La Santísima Virgen, por su tierna solicitud en proporcionarnos todos los consuelos que nos son necesarios, es semejante a los ángeles, de que se dice en la Santa Escritura que subían y bajaban continuamente desde el cielo a la tierra. Lo mismo sucede con la Consoladora de los afligidos: desciende del cielo para repartir sus consuelos en la tierra, y sube al cielo para hacer presente al Señor la necesidad que tenemos de su asistencia; de modo que continuamente se ocupa de nosotros en el cielo y en la tierra, y esto sin duda quiso dar a entender San Andrés Avelino cuando sirviéndose de una expresión familiar, pero muy significativa, para manifestar el celo de María en consolarnos de nuestras aflicciones la llamo la administradora del paraíso, manifestando así que acude a todas nuestras necesidades y se ocupa de ellas constantemente; porque semejante a una buena madre que vela por su hijo, no solo cuando su situación reclama sus cuidados, sino cuando esta en algún riesgo, María nos libra de los males o nos preserva de ellos.

 


    El Señor es impenetrable en sus designios, y nadie, según San Pablo, puede investigar sus adorables secretos; pero sin embargo, al ver que hizo pasar a María por todos los estados en que puede hallarse una criatura sobre la tierra, ¡no podrá decirse que fue para que conociese todas las situaciones en que pueden encontrarse los desgraciados! San Germán dice que «en María encuentra el esclavo su redención, el enfermo su salud, el afligido su consuelo, y el pecador su perdón.

 

 

   Tan grande es el deseo que esta Madre de bondad tiene de favorecernos cuando somos desgraciados que, según San Buenaventura, se resiente igualmente cuando nada la pedimos, como »si se despreciara su culto y las prácticas en su honor.» Roguémosla, pues, que nos consuele en nuestras penas, que nos socorra en nuestras necesidades y en nuestros males, cualquiera que ellos sean, o estemos persuadidos de que acudirá en nuestro socorro por medios desconocidos a nuestra limitada inteligencia, pero que sus divinas manos nos conducirán a un punto al que jamás hubiéramos osado aspirar, y cuyos felices resultados serán infinitamente mayores que lo que nosotros pudiéramos desear.


    ¿Y como habría de suceder otra cosa? ¿No esta escrito en los libros Santos que el sol de la misericordia debía preceder a la redención?

 

    ¿Y cual es este astro de la misericordia, sino nuestra generosa consoladora, por la que todos los hombres pueden acercarse a Dios, que es el Padre de todo consuelo y de toda misericordia?

 

    El abad Guenée hace decir a Jesucristo, hablando de la Santísima Virgen: «En ti he colocado el trono de mi misericordia y por ti escucharé las «súplicas de los mortales.» Tal es también el sentimiento de la Iglesia cuando al dirigirse a María, le dice: «Vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos. Y Santa Gertrudis nos asegura, «que esta buena Madre, puede hacer »que las miradas compasivas de su divino Hijo se dirijan hacia todos los desgraciados que la invocan.»


    Digamos a María, con el Abad Adan: « ¡Oh Madre de gracia, vuestra piedad iguala a vuestro poder!

 

    ¿Cuando, no habéis tenido compasión de los desgraciados?

    ¿Cuando habeis dejado de socorrerlos?

 

    
    Finalmente, podemos decir lo que en otro sentido decía el gran Bossuet: «El universo entero, creado para la gloria de Dios, ha llegado a ser un templo inmenso en que por todas partes aparecen los augustos monumentos de la compasión, de la bondad y de la caridad do la generosa Consoladora de los afligidos.

 

 

 

    El Sacerdote Pecador

 

  Un sacerdote vicioso, desesperando de su salvación, se abandona a sus hábitos criminales, pero poniendo su confianza en María se convierta y muere santamente.

 


    Estando en Roma San Francisco de Borja, general de la Compañía de Jesús, se presentó un eclesiástico que deseaba hablarle. Pero el Santo, que estaba muy ocupado en aquel momento, envió en su lugar al Padre Acosta a quien el eclesiástico refirió lo siguiente:

 

    Yo soy, dijo, sacerdote y predicador: he profanado el santo hábito que llevo con los más vergonzosos desordenes, y para colmo de »las ofensas que he hecho a Dios, he llegado hasta desconfiar de su infinita misericordia. Un día que acababa de predicar contra los «pecadores obstinados que viven envueltos en el pecado y desesperan del perdón, se me presento un hombre para que le confesase, y después de haberme referido su historia minuciosamente, concluyó diciendo que estaba condenado sin remedio. Para cumplir con mi ministerio le contesté que si cambiaba de vida podía esperarlo todo de la bondad de Dios.

 

    Entonces el hombre se levanto y » me dijo: Y tú que tan bien sabes predicar a los otros, ¿ por qué si vives en la desesperación no abandonas el pecado? Vuelve al Señor y te perdonará.» Dichas estas palabras, desapareció, dejándome can la firme intención de aprovechar su advertencia, y durante algún tiempo abandoné mis malas costumbres.

 

    Pero después volví a pecar como antes, y estando un día celebrando, Jesucristo me hablo sensiblemente en la Hostia: ¿Porqué me maltratas, me dijo, a mi que con tanta benignidad te trato? Este aviso me hizo de nuevo pensar en convertirme; pero no fui mas fuerte que antes y volví a mis pasadas costumbres. Hoy, en fin, hallándome solo en mi aposento, he visto entrar a un joven que sacando de debajo de su capa un cáliz y de éste una hostia, y mirándome con ojos encendidos de cólera me ha dicho:

 

 ¿Reconoces al Señor que tengo en mis manos ? 

 ¿Recuerdas todas las gracias que te ha dispensado?

 

     Pues he aquí el castigo de tu ingratitud. Y sacando una espada que  pendía de su cintura se disponía a quitarme la vida. Yo me puse de rodillas y exclamé: En nombre de María y por su amor te pido que me dejes vivir para hacer penitencia. El joven suspendió el golpe,  y me dijo: Sólo este recurso te quedaba para salvarte de la muerte; pero aprovéchale, porque es el último para ti. Después ha desaparecido  y vengo a rogaros que me admitáis en la Compañía.» El Padre Acosta procuró animar al eclesiástico, quien por consejo de San Francisco entró, no en la Compañía, sino en otra Orden religiosa donde vivió y murió santamente. (Sacado de Bovio.)

 

 

   Nota nuestra: Hizo muy bien y con mucha prudencia San Francisco de Borja de no ingresarlo a la Compañía de Jesús, felizmente el sacerdote reaccionó, abandonó sus costumbres y murió en Gracia de Dios, todo por la intercesión de la Santísima Virgen.

 

 

   Extracto libre del libro con aprobación eclesiástica: "Anuario de María" escrito por Monseñor Menghi  D' Arville. Muy recomendable, pues son ejercicios cortos como por ejemplo para Epifanía, domingo siguiente etc., termina cada uno con una oración a la Virgen.

 

El libro completo lo pueden buscar en Nuestra Biblioteca.

 

 

 

 

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